Yo
me encontraba en la soleada ciudad de California. Vivía en una casa
a orillas de una pequeña bahía, que pertenecía a una hilera de
casas que ocupaban la diminuta costa. Tenía unas notas espantosas en
el instituto, aunque me esforzaba por conseguir ,al menos, aprobados
que pendían de un hilo y temían caer en el profundo agujero de los
suspensos.
Estaba a doblando la esquina de la calle trasera a mi casa tras un
día agotador: nos habían puesto cuatro exámenes seguidos-dos de
ellos sorpresa- y , como era de esperar, los que no tenía previstos
me salieron de pena. La mayoría de las respuestas quedaron en
blanco. No se me ocurría la forma de explicarles a mis padres que,
después de haber prometido por trigésima vez que no volvería a
suspender, había vuelto a catear seguro. Aunque más adelante no
tendría que preocuparme más por ese detalle y tendría una segunda
oportunidad. El caso era que tenía una vida perfecta (salvo por ese
''pequeño detalle'' de los estudios), en una ciudad perfecta, en un
ambiente perfecto y con unos amigos perfectos. Andaba cavilando
mientras bajaba los escalones hechos con troncos en una escalera de
madera que daba la pequeña verja de hierro, con el color negro un
poco desgastado por el tiempo,por la que subía una planta enredadera
con flores de un color rosa desvaído, y que daba a las grandiosas
vistas de mi jardín particular. Bueno, de mi familia y nuestros
cuatro vecinos. La verja estaba siempre abierta por lo que en mis
dieciséis años no me había preocupado ni una sola vez de llevarme
la llave de aquella puertecita. Aunque ya me había acostumbrado
(obviamente) a las vistas de aquella pequeña calita, siempre dejaba
la mochila del colegio en el asiento colgante del porche e iba y
venía de un extremo a otro de la pequeña playa con los zapatos en
la mano, caminando en la orilla y dejando que las minúsculas olas
del mar refrescaran mis pies de un modo que ellos lo agradecían.
Normalmente, mi madre me llamaba para decirme que ya estaba la mesa
puesta y que la comida se enfriaba. Pero esa vez, mi madre tardaba
más de lo habitual en llamarme
y
decidí prolongar mi pequeño paseo hasta que la vi ,disimuladamente,
observándome a través del visillo casi transparente de la ventana
del comedor. Eso era raro en ella, parecía cautelosa y triste, así
que me puse corriendo mis sandalias y recogí mi mochila abandonada
en el sillón, me armé de valor, y entré. Sabía lo que me
esperaba; algún profesor había telefoneado a mamá advirtiéndole
de mis notas pésimas. Lo que hice fue, antes de traspasar el arco de
la puerta del comedor, poner mi mejor cara de culpabilidad y empecé
a improvisar en mi mente mi excusa para esa desagradable sorpresa...o
chivatazo:
-Mamá – comencé – , ya se que lo he prometido muchas veces
y nunca lo he cumplido, pero si me diérais una sola oportunidad
más...
-Evelinne, ¿de que hablas?- me interrumpió mi madre- No te voy
a regañar, tengo que decirte una cosa...
-¿Qué ocurre?- le insté.
-Cariño, a papá le han ofrecido una vacante en Whitehorse...
Mi
padre era periodista y viajaba de aquí para allá por lugares
cercanos a California pero nunca le habían mandado tan lejos.
-Hemos decidido mudarnos allí porque va a tener que estar allí
siempre, por lo menos unos cuantos años- mi rostro se crispó y ella
hizo una mueca- Evelinne, no me gusta verte así...
-Mamá, tengo aquí mi vida entera y no quiero tener que rehacerla de
nuevo... Por favor...-la voz se me quebraba y no sabía qué aspecto
tenía mi rostro en ese momento, pero lo adiviné al contemplar la
cara de mi madre en contestación a la mía.
-Lo siento, mi niña, pero ya lo tenemos todo arreglado. La tía
Charlotte nos consiguió una casa preciosa con unas vistas
espectaculares-dijo intentando animarme-. Además los billetes de
avión son para este sábado...-
-¡¿ESTE SÁBADO?! Mamá, ¿no podemos dejarlo para cuando termine
el curso?-sollocé.
-Lo siento, nena, pero no puede ser- dijo mientras se acercaba a
abrazarme, pero yo retrocedí, y llena de ansiedad, de angustia y
de enfado como estaba, no se me ocurrió otra cosa que llorar aún
más, resoplar y subir pitando escaleras arriba con mi mochila
hacia mi habitación.
Me acurruqué hecha un ovillo en mi cama. ¿Cómo se le ocurría
semejante disparate? En realidad tenía razón, era por el trabajo de
papá. Aunque me dolía tener que dejar atrás una vida entera de
recuerdos. A Molly, mi hermana pequeña, seguro le encantaba la idea.
A sus cinco años
podía
adaptarse a lo que fuera. Y a Chris le daría exactamente
igual,puesto que ya se había independizado. Tenía veinte años y él
estudiaba en la universidad de Alaska... Supongo que lo veríamos más
a menudo. En cuanto a Brooke... Brooke. Tenía que telefonearla y
contarle lo que pasaba. Ya no vería a mi mejor amiga en mucho
tiempo...
-Hola, ¿Brooke?
-Hola, Evelinne – dijo ella alegremente.
-Esto... Me voy a Whitehorse...-Le confesé.
-Vaya, eso es genial. ¿Cuándo volvéis?
-Brooke... Me voy a vivir a Whitehorse...
-¿En serio? Ya no te veré en mucho tiempo...-Al terminar,la
voz se le quebró.
-Bueno, quedemos.
Estuve hablando con ella por teléfono largo rato. A las cinco de
la tarde mi amiga vino a mi casa y estuvimos hablando de lo duro que
iba a ser y todos los momentos que habíamos pasado juntas, y los que
nos iban a quedar. Cuando Brooke se fue eran las nueve de la noche.
Mi padre vino del trabajo a las nueve y media, me pidió perdón por
tan repentina mudanza y después fui yo la que se disculpó con mi
madre. Sentía haberme comportado como una niña chica, pero me
molestaba mucho nuestra mudanza... ¡Es que nos íbamos a Canadá!
Durante la cena, mi hermana no paraba de hablar de lo bien que se lo
iba a pasar, los nuevos amigos que iba a hacer, el nuevo colegio...
Aquel día estábamos a miércoles así que no quedaba mucho
para irnos a Whitehorse. El viernes me hice a la idea de ello ,me
despedí de mis amigos y familiares. Brooke se quedó a dormir y me
ayudó a empaquetar todas mis cosas, y como los muebles ya estaban en
el camión, todos tuvimos que pasar la noche en sacos de dormir.
Aquel día, Brooke se tuvo que ir muy temprano a su casa. Yo,
después de despedirla, me fui a pasear a mi pequeña bahía. Era
invierno, así que el suave viento frío me soplaba en la cara ¡Cómo
iba a echar de menos mi pequeña cala! Ya era sábado, y en pocas
horas estaríamos de camino a nuestra nueva ciudad. Mi madre me llamó
pasado un rato. Nos montamos los cuatro en el coche y llegamos a los
pocos minutos al aeropuerto de California. Estuvimos dos horas
esperando a que nuestro avión estuviera listo. Ya en mi asiento, me
quedé frita, puesto que había estado toda la noche hablando con
Brooke y me había levantado a las cinco de la mañana... dormí dos
horas.
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